El mijo vuelve al ruedo: el cereal olvidado que podría salvar cosechas ante el cambio climático
Resistente, nutritivo y con bajo requerimiento hídrico, el mijo se posiciona como una alternativa estratégica para enfrentar la variabilidad climática en Bolivia y otras regiones semiáridas. Investigadores y productores vuelven a ponerlo en la agenda.
En un contexto marcado por olas de calor, escasez de agua y suelos cada vez más exigidos, el mijo, un cereal ancestral que por años quedó relegado, comienza a recuperar protagonismo en Bolivia. Su rusticidad, alto valor nutricional y capacidad de adaptación a condiciones extremas lo convierten en una carta fuerte dentro del nuevo paradigma de producción agrícola resiliente al cambio climático.
Históricamente cultivado en zonas semiáridas y con escasos recursos, el mijo ha sido valorado por comunidades rurales que supieron aprovechar sus cualidades en ambientes adversos. Sin embargo, en las últimas décadas perdió espacio frente a otros cultivos más rentables o promovidos por políticas públicas. Hoy, frente a un escenario climático cada vez más incierto, el cereal resurge con fuerza.
Desde el Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal (INIAF), técnicos destacan que el mijo puede crecer en suelos pobres y con lluvias mínimas, condiciones que limitan seriamente a cultivos tradicionales como el maíz o el trigo. Su ciclo corto, que va de 60 a 90 días, permite incluso realizar una doble siembra anual en algunas regiones, optimizando recursos y asegurando una cosecha de respaldo.
Uno de los atributos más destacados del mijo es su eficiencia hídrica: requiere mucha menos agua que la mayoría de los cereales, lo que lo convierte en un cultivo ideal para zonas afectadas por sequías o con escaso acceso a riego. A esto se suma su tolerancia al calor extremo, con registros de producción incluso por encima de los 40°C.
En términos nutricionales, el grano de mijo aporta proteínas, hierro, magnesio y fibra, además de ser naturalmente libre de gluten, lo que lo hace apto para dietas celíacas. Este perfil lo proyecta como un alimento con potencial para programas de seguridad alimentaria, tanto en zonas rurales como urbanas.
En Bolivia, el mijo se cultiva principalmente en el Chaco y los valles secos, aunque su adaptabilidad permite pensar en una expansión controlada hacia otras regiones. Las experiencias piloto realizadas por el INIAF y organizaciones campesinas muestran buenos resultados en rendimiento, resistencia a plagas y baja necesidad de insumos externos, lo que reduce los costos de producción.
Además de su potencial agronómico, el resurgimiento del mijo también tiene un componente cultural. Diversas comunidades indígenas y campesinas lo reivindican como parte de su identidad alimentaria y su sabiduría ancestral. La recuperación de recetas tradicionales y formas de procesamiento contribuye a fortalecer circuitos locales de consumo y valor agregado.
A nivel internacional, organismos como la FAO y el ICRISAT han impulsado en los últimos años programas de revalorización del mijo y otros cereales "huérfanos", promoviendo su incorporación en estrategias nacionales de adaptación climática. Bolivia, con su diversidad agroecológica, podría posicionarse como referente regional si logra integrar este cultivo en su matriz productiva de forma estratégica.
El desafío está en consolidar políticas públicas que incentiven la investigación, producción y comercialización del mijo, facilitando semillas adaptadas, asistencia técnica y mercados diferenciados. También se requiere un cambio cultural que lo ubique no como un cultivo marginal, sino como una alternativa moderna, eficiente y sostenible.
El mijo, pequeño en tamaño pero gigante en resistencia, podría ser una de las respuestas más poderosas de la agricultura boliviana frente al cambio climático. Y su retorno no solo implica mirar al futuro, sino también recuperar saberes del pasado que aún laten con fuerza en los campos más secos del país.