El boom de la desalinización en Chile deja fuera al agro: la sequía sigue golpeando al campo
Chile invierte miles de millones en desalinizar agua de mar, pero los agricultores siguen mirando el océano sin poder regar sus cultivos.
En Chile, la carrera por desalinizar agua de mar avanza a ritmo de megainversión: hay 51 proyectos en marcha con una inversión combinada de US$ 24.455 millones, según la Corporación de Bienes de Capital y la Asociación Chilena de Desalinización y Reúso (Acades).
Estas plantas, que agregarán 39.043 litros de agua por segundo a la capacidad nacional, se presentan como la gran solución a la crisis hídrica. Pero en el campo, la mayoría de los agricultores no ve ni una gota.
De los proyectos planificados, 15 corresponden a la minería, ocho a la industria, ocho al sector sanitario y 20 al hidrógeno verde, un combustible limpio pero altamente demandante de agua.
La mayor concentración se da en el norte, especialmente en Antofagasta, Atacama y Coquimbo, mientras que once plantas se ubicarán en Magallanes, en el extremo sur.
Según Rafael Palacios, director ejecutivo de Acades, Chile enfrenta un escenario donde la disponibilidad de agua podría reducirse hasta un 50 % hacia 2060.
"Usar agua de mar y reutilizar aguas servidas alivia la presión sobre ríos y acuíferos, garantizando el recurso para personas, ecosistemas y actividades productivas", destacó.
Sin embargo, el impacto real sobre la agricultura familiar es casi nulo.
Las 23 plantas actualmente operativas -con capacidad total de 9.500 litros por segundo- abastecen principalmente a la minería y al consumo urbano, dejando fuera a los productores rurales que más sufren la sequía.
Oasis privado en Antofagasta
Una excepción es la Asociación de Productores Agrícolas de Altos de la Portada, en Antofagasta.
Gracias a un acuerdo con Aguas Antofagasta, 90 pequeños productores cultivan hortalizas y hierbas en una "Ciudad Hidropónica" irrigada con agua desalinizada.
"Tenemos un oasis que no existiría sin ese convenio", afirmó Dolores Jiménez, presidenta de la asociación.
La empresa privada les facilita agua del ducto que abastece a la ciudad y financió la conexión a seis tanques de 30.000 litros, desde donde los productores distribuyen el recurso.
Pero se trata de una experiencia aislada y dependiente de acuerdos corporativos.
En la mayoría de las zonas agrícolas del país, el costo de desalinizar agua vuelve inviable su uso agropecuario.
Entre la sal y la sequía
En Pullally (Valparaíso), el agricultor Jesús Basáez tuvo que abandonar el cultivo de frutillas debido a la salinidad de las napas y la falta de agua dulce.
Con el apoyo de la Universidad de Playa Ancha, instaló una planta móvil de ósmosis inversa que permitió volver a obtener agua apta para riego.
El costo, sin embargo, fue de US$ 84.000, una cifra imposible de asumir para la mayoría de los pequeños productores.
"Demostramos que es viable producir agua no salobre para volver a plantar frutillas, pero el costo es altísimo", señaló Basáez, conocido hoy como el Rey de la Quinua, tras adaptar su producción a cultivos más resistentes a la sal.
Impacto ambiental y modelo desigual
Mientras el país enfrenta una sequía prolongada desde 2010, con déficits de hasta 30 %, surgen nuevas alertas por los efectos ecológicos de la desalinización.
Laura Farías, investigadora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR2), advirtió que la descarga de salmuera al mar impacta los ecosistemas bentónicos y costeros, afectando especies de las que dependen comunidades pesqueras e indígenas.
"Es una mala adaptación: se resuelve la escasez en tierra, pero se generan daños en el mar", explicó.
Aunque estudios de Acades aseguran que la salinidad se diluye en pocos metros, organizaciones ambientales reclaman que el impacto local aún no se ha evaluado con suficiente profundidad.
En un país donde la gestión del agua sigue en manos privadas, la desalinización se expande bajo el mismo modelo: inversión concentrada en grandes industrias, mientras la agricultura familiar campesina continúa rezagada.
Pese al avance tecnológico, la brecha hídrica rural persiste, marcando un límite claro entre quienes pueden pagar por el agua y quienes dependen de un cielo cada vez más seco.