Opinión

La inflación argentina versus la mundial: cómo impacte en el crecimiento

13 Nov 2019

  Recientemente la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico; conformada por 36 países cuyas economías representan más del 80% de producto bruto mundial, entre otros: Alemania, Canadá, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y USA) publicó los datos de inflación a nivel mundial, correspondientes a septiembre. De los mismos se pueden extraer interesantes conclusiones; siendo la principal de ellas que -a nivel global- la inflación ha dejado de ser un problema. En efecto, la evolución de los niveles de precios -tanto en los miembros de la OCDE, como en los de la Euroárea, el G20 y el G7- no sólo son del orden del 2% anual sino que, además, continúan en franco descenso.

 A la fecha del informe, los 36 países de la Organización presentan una inflación anual del 1,6%; registrando una importante caída respecto al 1,9% verificado en agosto. Más aún, prácticamente, la totalidad de los miembros presentan tendencia a la baja; sólo a modo de ejemplo, pueden mencionarse: Alemania (1,2% en septiembre; versus 1,4% en agosto); Francia (0,9% vs 1,0%); Japón (0,2% vs 0,3%) y Estados Unidos(1.6% vs 1,7%). 

 ¿Cómo es posible, entonces, que -con inflaciones en los países desarrollados menores al 2% o 3% anual- nuestra economía registre niveles de precios que crecen a más del 50% anual? 

 Por su parte, en la Euroárea también se da un escenario de descenso en los niveles de precios, los cuales registraron un crecimiento de sólo 0,8% anual contra un 1,0% del mes anterior. En el G7 la inflación se mantuvo en el 1,8%, mientras que en el G20 el registro fue de 3,1% versus 3,2%. Respecto a este "elevado "guarismo, la OCDE informa que la inflación en Argentina permanece "extremadamente elevada" y con tendencia creciente, en contraposición con el resto de los países del grupo que en su gran mayoría presentan la situación inversa; esto es: bajas y tendencia decreciente en las respectivas tasas como , por ejemplo, Brasil (2,9% vs 3,4%). 

 Como ya se ha dicho, los datos mencionados indican con claridad que la inflación ha dejado de ser un problema en las principales economías del mundo, con niveles anuales por debajo del 2% anual; salvo contados países del G20 que igualmente, en promedio, apenas superan el 3%. A este escenario de bajísima inflación, se le suma una desaceleración de la economía global que se manifiesta desde fines del año pasado como consecuencia, principalmente, de las incertidumbres generadas por la guerra comercial chino/norteamericana y por los crecientes conflictos geopolíticos que se están dando a nivel mundial. Precisamente, el contar con baja inflación -condición sine que non para lograr un crecimiento sostenido- ha permitido a la mayoría de los países desarrollados implementar políticas de estímulo monetario (baja de tasas y expansión de liquidez), de manera de evitar que la actual desaceleración pudiera convertirse en una peligrosa recesión. 

 Dicho esto, veamos qué sucede con la economía de nuestro país. Claramente, el escenario es inverso a la situación mundial: alta inflación (superior al 50% anual), recesión que ya lleva dos años consecutivos y una economía estancada en su crecimiento desde el 2011. 

 ¿Cómo es posible, entonces, que -con inflaciones en los países desarrollados menores al 2% o 3% anual- nuestra economía registre niveles de precios que crecen a más del 50% anual? (escenario que nos hace figurar en el t op five de los países con mayor inflación , junto a Venezuela, Sudán del Sur; Irán y Zimbawe .). La respuesta debe hallarse en la destrucción que la inflación de los últimos 60 años (con un promedio anual superior al 50%) ha provocado en nuestra moneda. 

 En efecto, actualmente, el peso sólo es utilizado parcialmente como moneda de transacción y/o unidad de medida (una gran cantidad de bienes se valúan y se intercambian en dólares) y, lo que es más grave aún, ha dejado de ser un instrumento de ahorro. Dicho de otra manera, nuestra moneda no existe como tal. En consecuencia, su demanda tiende a cero; con lo cual, cualquier oferta monetaria en exceso de una mínima demanda transaccional provoca que los pesos marginales se canalicen directamente a bienes (ya sea reales o dólares) con su consecuente impacto negativo sobre el nivel de precios. 

 Revertir este proceso de inflación estructural es condición necesaria para retomar un sendero sostenido de crecimiento. En efecto, la teoría y la experiencia indican que una economía con inflaciones superiores al 10% está condenada a un crecimiento raquítico. Es imprescindible, entonces, regenerar la confianza en nuestra moneda para lo cual -como mínimo- será imprescindible encarar, de una vez por todas, las reformas estructurales necesarias (laborales, previsionales, fiscales y legales), achicar fuertemente el tamaño de un estado ya elefantiásico y ser extremadamente prudente en el manejo monetario y fiscal. ¿Lo harán las nuevas autoridades? 



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