La competitividad del agronegocio en Argentina vuelve a estar bajo la lupa: una ecuación desequilibrada entre costos crecientes y menores ingresos pone en jaque la rentabilidad del productor agropecuario. Un informe reciente del Ieral, dependiente de la Fundación Mediterránea, comparó precios de 13 insumos estratégicos (entre ellos agroquímicos, maquinaria, transporte y combustibles) y concluyó que Argentina resulta más cara en dólares que Brasil, Uruguay, Paraguay y Estados Unidos en el 85% de los casos frente al primero, y en porcentajes igualmente altos frente a los demás países. Esta desventaja estructural se ve agravada por la inminente finalización, el 30 de junio, de la rebaja de retenciones, una medida que los productores esperaban prorrogar dado que los precios internacionales aún no repuntan.

En el detalle de los costos, los fertilizantes presentan una diferencia promedio de +3,3%, los herbicidas de +7,8%, los fungicidas de +1,4% y el combustible (gasoil grado 2) de +11%. Pero las mayores distorsiones aparecen en el transporte de cargas, con un sobrecosto del 23%, y en la maquinaria agrícola, donde el precio de los tractores es 27% superior al promedio de los países vecinos y de EE.UU. Estos márgenes impactan directamente sobre la ecuación económica del productor, que ya enfrenta un entorno de alta presión fiscal.

Entre los insumos relevados, se destaca que el sulfato de amonio se paga localmente a US$450 por tonelada, precio que sólo supera EE.UU., mientras que el superfosfato triple, también a US$450, resulta incluso más barato que en Brasil. El fosfato diamónico (DAP) cuesta US$870, siendo más costoso únicamente en Paraguay. En cuanto a los agroquímicos, el 2,4-D se vende en Argentina a US$6 por litro, igual que en Paraguay y solo más barato que en EE.UU.; la atrazina (90%) se ubica en US$8,50, mientras que el glifosato (54%) cuesta US$5,40, apenas más barato que en Brasil. Los fungicidas combinados de Pyraclostrobin (13,3%) y Poxiconazol (5%) alcanzan los US$23 por litro, por debajo únicamente del precio registrado en Uruguay.

Este sobrecosto local, según el Ieral, se ve profundizado por una estructura impositiva distorsiva, donde se aplican gravámenes como Ingresos Brutos y tasas municipales que generan un efecto de "impuesto sobre impuesto", dado que no son considerados créditos fiscales en las etapas posteriores de la cadena de valor. Esta acumulación termina encareciendo significativamente el precio final de los bienes, generando una pérdida de competitividad sistémica frente a países que aplican estructuras tributarias más simples o integradas, como es el caso del IVA en muchos mercados.

Pero lo más crítico no está solo en los costos: para los investigadores, el verdadero problema de competitividad se encuentra en los ingresos del productor argentino. Las retenciones a las exportaciones constituyen un recorte directo al precio efectivo que recibe el productor, situación que no se replica en los países con los que compite. Esta asimetría impacta negativamente sobre la capacidad de inversión, la adopción de tecnologías de punta y la integración al mercado global de agronegocios.

En este contexto, mientras el Gobierno ha logrado avances relevantes en estabilización macroeconómica y cambiaria, los desafíos de mediano plazo se trasladan al plano microeconómico. Se vuelve clave mejorar el funcionamiento de los mercados de bienes y factores, reduciendo las distorsiones provocadas por una red de regulaciones e impuestos que responden a un modelo económico intervencionista y burocrático, ya desfasado frente a las exigencias del mundo productivo actual. Reformar esa matriz fiscal y regulatoria se presenta como una condición indispensable para cerrar la brecha de precios con los países que integran la competencia directa del agro argentino.

En el plano productivo, esta situación deja al productor local en una posición de clara desventaja, especialmente en campañas agrícolas con márgenes acotados, donde cada dólar de diferencia puede definir la viabilidad del negocio. La pérdida de competitividad no solo afecta la rentabilidad de los cultivos, sino que también condiciona la tecnificación, la inversión en infraestructura rural, la sostenibilidad del sistema y la capacidad del sector de generar valor agregado.