Opinion

El agro colombiano necesita menos politiquería y más país

Indalecio Dangond B
Han pasado más de veinte años sin una transformación real en el agro colombiano. Las cifras lo confirman: un crecimiento promedio del 3,8% del PIB agropecuario, menos del 10% de participación en el PIB nacional, y un uso agrícola que no supera las 6 millones de hectáreas de las 39 millones disponibles. Un potencial desperdiciado en silencio. 

Lo más preocupante no es la falta de progreso, sino el origen estructural del estancamiento: la captura política del agro. Durante décadas, los ministerios de Agricultura han sido fichas de intercambio en la lógica clientelista de los gobiernos de turno. Se han negociado como cuotas partidistas, no como carteras estratégicas para el desarrollo nacional. 

Como lo señaló Indalecio Dangond en su reciente columna, el 70% del presupuesto agropecuario ha terminado en manos de políticos, contratistas y burócratas, mientras solo el 30% llega realmente al productor rural. ¿Cómo puede prosperar el campo cuando es tratado como botín político? Y cuando no ha sido la corrupción, ha sido la ineptitud.

Cargos claves han sido ocupados por personas sin perfil técnico ni visión productiva. Funcionarios que "duran menos que un cultivo de cebolla", como bien dice Dangond, y que no alcanzan ni a entender el territorio que deben liderar. Esta falta de continuidad, conocimiento y estrategia ha tenido consecuencias profundas: infraestructura rural abandonada, bajos niveles de tecnificación, acceso limitado al crédito, débil institucionalidad para enfrentar el cambio climático, y una ausencia total de diversificación agroexportadora. Mientras otros países de la región apuestan por biotecnología, agricultura digital, trazabilidad y valor agregado, Colombia se enreda en nombramientos, escándalos y promesas incumplidas. 

El resultado: un agro frágil, incapaz de responder a las demandas globales, y sobre todo, abandonado por un Estado que lo recuerda cada cuatro años, en campaña. Colombia necesita repensar su política agropecuaria desde sus cimientos. Esto implica: Despolitizar completamente el Ministerio de Agricultura y sus entidades adscritas. El agro no puede seguir siendo parte del botín burocrático. Profesionalizar la gestión pública agropecuaria. Perfiles técnicos, con experiencia territorial, y planes de acción medibles. Aumentar la inversión pública y privada en riego, crédito, conectividad rural y seguridad jurídica sobre la tierra. Fomentar la tecnificación, sustentabilidad y asociatividad como pilares de un nuevo modelo rural. Crear una estrategia exportadora de mediano plazo basada en productos diferenciados, estándares internacionales y aprovechamiento de acuerdos comerciales.

El país que pretendemos ser no puede seguir marginando a sus campesinos, indígenas, afrodescendientes y empresarios rurales. Un agro moderno y justo no solo garantiza seguridad alimentaria, sino que puede ser el gran motor de desarrollo sostenible, cohesión territorial y crecimiento económico.