Opinion

Con el mundo en crisis, muchos dicen que hay que acabar con la globalización. Yo creo que sería un error.

Términos como "desglobalización" se han vuelto comunes, pero lo que necesitamos es un verdadero multilateralismo. Levantar muros no nos traerá paz ni prosperidad.

Luiz Inácio Lula da Silva
Luiz Inácio Lula da Silva

El año 2025 debería ser un momento de celebración, ya que marca ocho décadas de existencia de las Naciones Unidas. Sin embargo, corre el riesgo de pasar a la historia como el año del colapso del orden internacional construido desde 1945.

Las grietas eran visibles desde hace tiempo. Desde las invasiones de Irak y Afganistán, la intervención en Libia y la guerra en Ucrania, algunos miembros permanentes del Consejo de Seguridad han trivializado el uso ilegal de la fuerza. La inacción ante el genocidio en Gaza representa una negación de los valores más básicos de la humanidad. La incapacidad para superar las diferencias está alimentando una nueva escalada de violencia en Medio Oriente, cuyo último capítulo incluye el ataque a Irán.

La ley del más fuerte también amenaza el sistema multilateral de comercio. Los aranceles generalizados alteran las cadenas de valor y empujan a la economía global hacia una espiral de altos precios y estancamiento. La Organización Mundial del Comercio ha quedado vaciada, y nadie recuerda la Ronda de Doha para el Desarrollo.

El colapso financiero de 2008 expuso el fracaso de la globalización neoliberal, pero el mundo se aferró a la austeridad. La decisión de rescatar a los ultrarricos y a las grandes corporaciones a expensas de los ciudadanos comunes y las pequeñas empresas ha profundizado la desigualdad. En los últimos 10 años, los 33,9 billones de dólares acumulados por el 1% más rico del mundo equivalen a 22 veces los recursos necesarios para erradicar la pobreza mundial, según un informe de Oxfam.

El control absoluto sobre la capacidad de acción del Estado ha generado desconfianza pública en las instituciones. El descontento se ha convertido en un terreno fértil para narrativas extremistas que amenazan la democracia y promueven el odio como proyecto político.

Muchos países han recortado sus programas de cooperación en lugar de redoblar esfuerzos para cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de aquí a 2030. Los recursos disponibles son insuficientes, los costos son elevados, el acceso es burocrático y las condiciones impuestas a menudo no respetan las realidades locales.

No se trata de caridad, sino de abordar las disparidades arraigadas en siglos de explotación, injerencia y violencia contra los pueblos de América Latina y el Caribe, África y Asia. En un mundo con un PIB combinado de más de 100 billones de dólares, es inaceptable que más de 700 millones de personas sigan padeciendo hambre y viviendo sin electricidad ni agua potable.

Los países más ricos tienen la mayor responsabilidad histórica por las emisiones de carbono; sin embargo, son los más pobres quienes más sufrirán la crisis climática. El año 2024 fue el más caluroso de la historia, lo que demuestra que la realidad avanza más rápido que el Acuerdo de París. Las obligaciones vinculantes del Protocolo de Kioto fueron reemplazadas por compromisos voluntarios, y las promesas de financiación realizadas en la COP15 de Copenhague en 2009 -que prometían 100.000 millones de dólares anuales- nunca se concretaron. El reciente aumento del gasto militar de la OTAN hace aún más remota esa posibilidad.

Los ataques a las instituciones internacionales ignoran los beneficios concretos que el sistema multilateral ha aportado a la vida de las personas. Si se ha erradicado la viruela, se ha preservado la capa de ozono y se siguen protegiendo los derechos laborales en gran parte del mundo, es gracias a los esfuerzos de estas instituciones.

En tiempos de creciente polarización, términos como "desglobalización" se han vuelto comunes. Pero es imposible "desplanetizar" nuestra existencia compartida. Ningún muro es lo suficientemente alto como para preservar islas de paz y prosperidad rodeadas de violencia y miseria.

El mundo actual es muy distinto al de 1945. Han surgido nuevas fuerzas y nuevos desafíos. Si las organizaciones internacionales parecen ineficaces, es porque su estructura ya no refleja la realidad actual. Las acciones unilaterales y excluyentes se ven agravadas por la ausencia de un liderazgo colectivo. La solución a la crisis del multilateralismo no es abandonarlo, sino reconstruirlo sobre bases más justas e inclusivas.

Esta es la comprensión que Brasil -cuya vocación siempre ha sido fomentar la colaboración entre las naciones- demostró durante su presidencia del G20 el año pasado y continúa demostrando a través de sus presidencias de los BRICS y la COP30 este año: que es posible encontrar puntos comunes incluso en escenarios adversos.

Es urgente renovar el compromiso con la diplomacia y reconstruir las bases de un verdadero multilateralismo, capaz de responder al clamor de una humanidad temerosa por su futuro. Solo así podremos dejar de observar pasivamente el aumento de la desigualdad, el sinsentido de la guerra y la destrucción de nuestro propio planeta.