Donald Trump no se resigna y vuelve a embestir. La frustración no lo priva de proferir amenazas. La guerra de comercio que soñó - y que desplegó con máxima intensidad el 2 de abril cuando extendió su teatro de operaciones a todo el mundo - se perdió el 9 de abril. No hay mucho que pueda hacer. El daño autoinfligido fue tan grande que debió improvisar una tregua y congelar la aplicación de los aranceles recíprocos. En el caso de China, los gravámenes mutuos siguieron trepando con ferocidad, pero lo que se congeló fue el comercio bilateral, una situación estratégica todavía peor. Los mercados forzaron la paz transitoria en abril, no fue la planificación ni la libre voluntad del comandante en jefe . Sobre todo, la debacle conjunta de las acciones, los bonos y el dólar. La fuga masiva de capitales - la irrupción violenta del riesgo país en los EEUU - obligó a detener la marcha. De continuar el Sell America merodeaba la catástrofe. Trump lo entendió a tiempo, y reculó antes de provocar un momento Lehman.
La tregua se agota, y llegó la hora del deshielo. El cierre del comercio con China es insostenible, en especial, para los EEUU. Washington eximió rápidamente de arancel la importación de smartphones y laptops y otros productos electrónicos de consumo que se han vuelto indispensables en la vida cotidiana. Es su talón de Aquiles. Una guerra de atrición, como la que imaginó Trump, no la gana el más poderoso sino aquel capaz de soportar más privaciones. Es la lección de Vietnam (pero Trump allí pegó el faltazo). El presidente no le prometió a su electorado ni sangre ni sudor ni lágrimas. La población votó una mejoría del empleo, precios más bajos y una recaudación extra por aranceles que pagarían los extranjeros. Nada de eso es posible. Pero la guerra comercial es mucho peor. Es un shock estanflacionario que de persistir puede empujar a una economía boyante a la recesión junto con un alza punzante de la inflación. Ya no son solamente los mercados, la salud de la economía obliga a elegir la paz.
Por eso mismo, en apenas una semana, la Casa Blanca apuró dos acuerdos emblemáticos. Uno, con Gran Bretaña. Otro, el más importante, con China, el país que amenaza su supremacía. En la campaña, Trump definió su aspiración. Cobrarle un arancel de 10% a todo el mundo, y 60% a China. ¿Qué dicen los arreglos flamantes? Londres cerró en 10%. Y Beijing, que explotó a su favor la urgencia presidencial, también. Más el arancel de 20% que traía de arrastre (por el fentanilo) suma 30%. Son tratos precarios, no hay nada escrito, y dejan afuera la discusión de los sectores. Pero Trump los usó como anuncios fuertes. Su necesidad es evidente: restablecer los flujos de comercio y despejar la incertidumbre. El corolario es transparente. Ningún país de los cientos que están en espera querrá oblar un arancel más alto que 10%. El 30% que se le carga a China es el techo, lo que paga el enemigo. Y el tiempo es un aliado. La visión en Tokio y en Bruselas es que no hay por qué apurarse ni hacer grandes concesiones. Conviene prestarle más atención ahora a la discusión del detalle que dejarlo para más tarde.
Trump enfureció el viernes. No está conforme con las decisiones que tomó. Menos aún con sus consecuencias. China lo desafía. Retacea la provisión de tierras raras contra lo que se había pactado expresamente. Las negociaciones con Europa no avanzan. Japón, el primero en acercarse, ahora es reticente. La idea original era cobrar aranceles, pero, antes que nada, promover la sustitución de importaciones y aumentar la producción local de manufacturas. Y el arancel de 10% no es un incentivo tan poderoso. Trump, insatisfecho, estalló con nuevas amenazas. No le basta con que Apple desplace parte de la fabricación del IPhone de China a India. Le aplicará, dijo, un arancel extra de 25% a todo dispositivo que no sea producido en los EEUU. Y esto vale para la competencia, los Samsung y demás. Solo que fabricarlos localmente no es posible. Llevaría años lograrlo (más de un mandato presidencial) y podrían costar el triple. No sucederá, aunque el presidente ponga el grito en el cielo.
Trump puede aplicar el arancel de 25% si quiere, pero deberá soportar la reacción adversa de la población ante los mayores precios. Lo que evita puntillosamente desde su primer período. El presidente también reaccionó contra la desidia de la Unión Europea. Y "recomendó" la aplicación de un arancel de 50%. Lo que no deja de ser una cortesía novedosa. Trump, antes, imponía los aranceles manu militari. ¿A quién se lo recomienda? ¿A sus subordinados? ¿La Unión Europea va a pagar un arancel más alto que China? No tiene sentido. Desviar comercio hacia Beijing no será nunca su intención.
¿Se reabre la guerra comercial?
Los mercados reaccionaron muy mal. ¿La historia se repite? Sí, como farsa. Es un intento desesperado de iniciar una guerra de guerrillas. Pero Trump ya no está para el combate sostenido. China lo demostró. Si quiere sacar ventajas debe ser en la negociación de paz. Las hostilidades pueden servir para condicionar voluntades remisas, pero tienen un límite: la tolerancia de los mercados. Si ellos se retoban deberá bajar el tono de voz.
La agenda tóxica de Trump no se agota con los aranceles. En el Congreso empuja un paquete de rebaja impositiva que aumenta peligrosamente el déficit y también eriza a los mercados. Después de la zozobra de abril, el horno no está para bollos. No importa lo que vote el Congreso, el mercado de bonos ya anticipó su voto no positivo. El fracaso de la última subasta de títulos del Tesoro a 20 años es un aviso, uno más de muchos (como la decisión de Moody´s de quitarle la última calificación AAA vigente a la deuda soberana). El stock de Treasuries sumaba 16 billones de dólares a fin de 2016. Hoy se aproxima a 30 billones. En campaña, y antes que asumiera Trump, la FED bajó 100 puntos base sus tasas, y las tasas largas treparon 120. Es un mensaje contundente: no hay apetito para financiar un rojo fiscal creciente.
La política mira hacia otro lado e insiste. Con el veto de los mercados, persigue una causa perdida de antemano. La aprobación del paquete impositivo en la Cámara Baja y el berrinche de Trump, esta semana, reabrieron así otro episodio del Sell America. Los bonos se derritieron, la tasa de 30 años perforó el techo de 5% (llegando fugazmente a 5,15%), y la Bolsa tuvo que emprender un prolijo retroceso. La economía puede caer en una recesión si la tormenta arrecia, pero las tasas largas igual se disparan. Y el dólar se hunde, otra vez a las andadas. Se coquetea con el peor de los mundos, sin necesidad. Ya se dijo acá: el secretario del Tesoro Bessent debe ejercer su influencia en materia fiscal y evitar el incendio, ahora que es factible; antes que tener que correr a apagarlo.