Las movilizaciones de transportistas cerca de San Pedro son la punta del iceberg de todo lo que ocurrirá a partir de los destrozos que generó la seca en el campo. Es solo el comienzo.
Larga fila de camiones. Interminable. Automovilistas que desarman un guardrail para salir del atolladero de vehículos en torno de la localidad de San Pedro, en el noreste de la provincia de Buenos Aires. Gente muy enojada. Todo bajo un calor del demonio. La crispación es enorme y los riesgos, sustanciales. Solo falta una chispa que encienda la hoguera.
Es uno de los muchos escenarios que vivirá el interior del país, a medida que caigan las fichas de una realidad dura pero irremediablemente cierta: la naturaleza ha decidido que la cosecha 2022/23 acabe desplomándose en medio de la falta de lluvias, las temperaturas excesivas y heladas que nunca entendieron que febrero no es un mes que justifique su presencia. Sobrecogen las imágenes de los lotes de soja sin chances de ser levantados; ni los más memoriosos recuerdan algo similar.
En la cuenta final faltarán más de 35 millones de toneladas de granos, como mínimo. Su ausencia es mucho más que los u$s 12.000 millones a u$s 14 mil millones que le van a faltar a la economía nacional, o la merma en derechos de exportación, que desde luego desequilibraría a cualquier gobierno intervencionista, y mucho más a este, afecto a mantener gastos superfluos. Ya hemos comentado que tendrá que recortarlos significativamente si quiere cumplir la meta con el Fondo en semejante contexto.
El tema de las dificultades que vienen para el gobierno está en las primeras planas de todos los diarios. Lo que no suele aparecer ni siquiera esporádicamente es lo que va a ocurrir en el interior productivo del país. La cosecha faltante se reflejará en una profunda caída de la actividad en pueblos y ciudades.
Son muchos viajes menos de camiones moviendo granos, es menos trabajo para las metalmecánicas locales, los que venden repuestos para equipos utilizados en el agro, aquellos que comercializan vehículos de todo tipo. La lista sigue y tiene un efecto multiplicador que llega a cada rincón con un impacto potenciado y devastador.
Los transportistas paran porque el trabajo se derrumba y los costos -como le sucede a todo el mundo- ya se han tornando inmanejables. Es una batalla entre carenciados; de una punta y de la otra los bolsillos están vacíos o van camino a estarlo.
Los camioneros de la Cámara de Autotransportistas del Cordón Industrial de San Lorenzo Asociación Civil (CACISLAC) se sienten al borde del quebranto y abren el paraguas. Se podrán discutir puntualmente algunos de los reclamos, se podrá cuestionar la metodología, pero detrás están el costo del gasoil, los peajes, los repuestos y la reparación del camión, entre muchos otros. Gastos que habrá que afrontar casi sin cosecha fina y con la gruesa en terapia intensiva. Los costos del transporte cerraron 2022 con la mayor inflación en 20 años, y cada uno se defiende como puede del desaguisado creado por el gobierno.
La caída del ingreso de camiones a los puertos de Rosario y Bahía Blanca es alarmante y ronda el 70%. En Quequén es algo menos, pero resulta igualmente desolador. Los camioneros han comprobado en carne propia lo que pasó con el trigo, y esperan una suerte similar con la soja y el maíz. Pelean con dientes apretados cada viaje y el desbalance entre la poca demanda y la abundancia de oferentes deprime lo que se les paga. Otra vez la pelea entre necesitados, de un lado y del otro. Quieren que las tarifas fijadas oportunamente sean un piso, y no meramente orientativas. Y a medida que las arcas se van vaciando ya no tienen nada que perder, y van a ir a fondo.
Estos camioneros son en realidad la punta del iceberg. El botón de muestra de lo que viene en camino mientras el gobierno pone toda su energía en cuestiones que nada tienen que ver con las urgencias de la gente. El peor de los escenarios por cierto.